Los aviones siempre habían sido incómodos para Marina, hija menor de la familia Azancot. La primera vez que había subido a uno cuando apenas tenía cinco años, el miedo y la angustia de no tocar tierra firme se apoderaron de ella y nunca más la soltaron. No existía forma de acabar con su pánico a los aviones, los cuales le daban una sensación de vértigo que aumentaba con el paso de las horas hasta acabar en interminables ataques de llanto. Hoy, luego de doce años sin pisar el suelo de un avión, Marina emprendía un nuevo viaje.
El vuelo partía a las 14.00 pero debían estar en el aeropuerto una hora antes, por lo que habían decidido almorzar allá para que no se les hiciera demasiado larga la espera, y mientras el resto de la familia devoraba ricos platos de carne con papas fritas, ella no podía comer nada: la ansiedad ya estaba ahí clavada, sin moverse.
La desesperación empezaba a invadirla lenta pero fuertemente. Cada cinco minutos miraba el reloj que su madre le había regalado dos meses atrás cuando había cumplido los diecisiete años, no logrando prever si entraría rápido al avión para salir con la misma rapidez de ahí o si, por el contrario, simplemente sería incapaz de subir. Su pierna derecha ya había adquirido el tic de moverse a toda velocidad, la cual iba aumentando en relación al tiempo que le quedaba en la tierra: a esas alturas, era bastante escaso. Comenzó a caminar con grandes pasos de una esquina a otra dentro de la enorme sala llena de asientos grises que hacían contraste con la alfombra roja, y con la vista pegada al suelo se preguntó si quizás el color del tapiz no sería un presagio funesto. No puedo estar pensando estas cosas. Nada malo va a suceder. Lograremos bajarnos todos intactos. ¿Y si el piloto no sabe manejar? ¿Qué pasa si es su primer vuelo, o si está practicando? Sus pensamientos se vieron interrumpidos con el sonido de una voz que inundó la sala de espera: “Pasajeros Vuelo 314, por favor pasar a la puerta 12 para embarque”. Había llegado el momento: debía subir al avión. El ritmo de su corazón se elevó y sintió cómo las piernas que antes se paseaban ágilmente, ahora sucumbían ante el pavor de acercarse a ese monstruo con alas. No podía ver con claridad ya que el mareo aumentaba a medida que avanzaba por un largo tubo de color negro, el cual terminaba con la puerta del avión. Una azafata vestida con traje azul y peinada de forma excesivamente prolija le dio la bienvenida y le deseó un buen viaje, y justo cuando Marina había dado un paso adelante, decidido pero temeroso a la vez, la mujer la tomó suavemente del brazo y le dijo de modo pausado:
-- Si usted necesita de alguna ayuda en particular, por favor no dude en avisarme --y apuntó con su dedo índice el distintivo dorado que tenía en el pecho-- mi nombre es Susana.
-- Gracias… --sin lugar a dudas, ella había advertido su miedo-- ¿Usted sabe cuánto se demora en partir el avión? --le preguntó intentando contener las ansias de salir corriendo.
-- Poquito, como veinte minutos.
La azafata le guiñó el ojo en señal de apoyo y Marina no pudo hacer más que esbozar una sonrisa macabra. Poquito, no entendía cómo veinte minutos podría ser poquito cuando para ella eran una eternidad.
Caminó por el pasillo en dirección a su asiento y mientras lo hacía, pudo observar al resto de los pasajeros: había gente de todas las edades, mujeres y hombres, pero ninguno tenía el rostro deformado de miedo como el suyo. El constante murmullo la ponía aún más nerviosa ya que la mayoría de las conversaciones apuntaban al vuelo, y el hecho de que todos comentaran sobre ello pero ninguno lo hiciera en voz alta le daba una terrible sensación, ¿Por qué si todos querían hablar acerca del viaje ninguno se atrevía a hacerlo con un volumen normal? Sabía que esto siempre había sido así –su familia ya se lo había advertido e incluso lo había visto en un par de películas- pero a pesar de eso, no lo entendía y mucho menos le agradaba. Después de todo, estaban en un avión, no en una Iglesia.
No llevaba bolso de mano: sabía que apenas se podría mover durante el viaje y no quería tener otro estorbo más que ella misma. Además, nunca había sido muy buena para leer por lo que si no lograba concentrarse cuando estaba tendida en su cama, muchos menos lo haría en esos momentos. Tampoco tenía ganas de escuchar música; ni siquiera quería comer grandes cantidades de dulces como usualmente lo hacía. Esto último implicaba un misterio en quienes la rodeaban ya que a pesar de que siempre llevaba consigo una barra de chocolate que nunca se demoraba más de cinco minutos en comer, su delgada contextura se mantenía intacta. Más de una vez la llamó el psicólogo del colegio preguntándole tácitamente si no sufría de algún desorden alimenticio, insinuación que ella jamás logró entender por lo que finalmente los profesores decidieron que si no se veía aludida, era porque no tenía ningún problema. Aunque la realidad era que Marina no se caracterizaba por ser una alumna responsable y acorde con la disciplina, por lo que a fin de cuentas las autoridades habían desistido en el trato con ella.
De forma brusca se sentó en el puesto que daba hacia el pasillo no sin antes cerrar la persiana del asiento contiguo: lo que menos necesitaba en esos instantes era observar cómo se elevaba el avión o peor aún, ver cómo se iría a pique por culpa de algún mecanismo averiado o de la negligencia del piloto amateur que estaba a cargo de su vida, la de su familia y la de otras cien personas. Se acordó del hundimiento del Titanic y de la escasa cantidad de botes salvavidas que había para toda esa gente. Por lo menos tenían botes, acá con suerte habrá mascarillas de oxígeno y dudo que hayan paracaídas. Además, aunque hubieran, no tengo ni la menor idea de cómo usar uno. Estoy perdida.
Cuando vio que todos los asientos estaban ocupados y que la gente a su alrededor se ponía el cinturón de seguridad luego de que se encendiera una pequeña luz roja, se dio cuenta de que quedaba poco. De pronto, las turbinas se encendieron y un sonido arrollador la sorprendió bruscamente. Lo podía sentir retumbando en sus oídos mientras continuaba haciéndose más fuerte cada segundo en proporción a su angustia. El corazón se le aceleró aún más y comenzó a sentir un nudo en el pecho que no la dejaba respirar como si una piedra gigante estancada justo debajo de su garganta le impidiera el paso del oxígeno. Notó cómo el murmullo de los pasajeros se había acabado súbitamente y si antes sólo quería hacerlos callar, ahora le hubiera gustado que todos hablaran para atenuar -aunque fuese un poco- el sonido de los motores. Pensó que sin duda, ésta debía ser la peor parte del viaje ya que nada podría igualarse a la ensordecida, ahogada e interminable espera. Pero estaba equivocada. El avión comenzó a moverse y sintió cómo el pánico la consumía. Se impresionó de la agudeza de sus sentidos no sólo por la cercanía con que escuchaba las hélices, sino porque además podía percibir con facilidad el contacto de las ruedas con el pavimento conforme la gran mole se movía. Cerró los ojos e intentó llevarse la máxima cantidad posible de aire a los pulmones para ver si con ello lograba tranquilizarse un poco, pero nada le servía, hiciera lo que hiciera las malas sensaciones se intensificaban a medida que el avión continuaba avanzando en línea recta: sabía que estaba yendo hacia el final de la pista y que luego giraría aumentando la velocidad para finalmente elevarse.
Tenía una extraña mezcla de emociones ya que deseaba abrir la cortinilla que iba sobre la pequeña ventana para ver cuánto habían avanzado y cuánto quedaba para el despegue, pero al mismo tiempo tenía demasiado susto como para atreverse siquiera a mover una mano, mucho menos a levantarla o a mirar hacia afuera. Ni siquiera tenía fuerzas suficientes como para preguntar cuánto quedaba y tampoco estaba segura de querer saberlo. Sin embargo, la respuesta no tardó llegar: el avión se curvó quedando quieto unos minutos y de pronto, rápidamente, comenzó a acelerar. Marina aferró sus manos mojadas al asiento como si eso la pudiese mantener en tierra y luego de un par de segundos, pudo advertir que el avión comenzaba a elevarse. Esta vez, el terror la invadió por completo: sintió que sus órganos se quedaban abajo mientras el resto de su cuerpo subía, su respiración se detuvo por completo como si estuviera bajo el agua y pensó que probablemente su corazón haría lo mismo. No quería morir arriba de un avión. Estaba convencida de que la peor forma de morir era de miedo y aún más, adentro de ese miedo. Quizás el avión se cayera justo en el momento en que estaba despegando, como hacía años atrás le había sucedido al Apolo 13 estallando frente a la multitud expectante. Pero nada de eso sucedió: pudo notar que éste se mantenía firme en el aire, sin problemas. Lentamente, soltó las manos del asiento y las puso sobre su falda advirtiendo lo calientes que estaban. El ritmo de su corazón se mantenía acelerado, incluso llegó a pensar que no le molestaría morir de una arritmia maligna en un momento como ese, pero consideraba poco probable que algo así le fuera a suceder. Tranquila, tranquila, se repetía a sí misma una y otra vez como si un niño hubiese aprendido a hablar recientemente y no pudiera decir nada más que aquella palabra.
-- Tranquila --su pensamiento se vio interrumpido con la suave voz de Marisa-- Todo va a estar bien.
Le hubiera gustado darle las gracias a su hermana mayor, pero sentía que el nerviosismo se la comía por dentro y temía que al hablar, rompiera definitivamente en un llanto interminable como el que había tenido a los cinco años, por lo que se tuvo que conformar con devolverle una sonrisa torcida en la cual ninguna de las dos creyó. Sabía que en otra ocasión Marisa habría hablado sin cesar desde la llegada al aeropuerto, contándole apasionantes historias sobre los pacientes que atendía en las noches cuando tenía turno en el Hospital, todo con el fin de calmarla y distraerla. Pero estas no eran las circunstancias. Los acontecimientos vividos durante los últimos días habían dejado huellas difíciles de superar con tanta rapidez y esta vez, Marisa no podía hacer más que decir unas cuantas palabras alentadoras y tomarle la mano en señal de apoyo. Por eso, y por todo lo demás.
***
No sabía exactamente cuánto tiempo había pasado desde el comienzo del viaje y tampoco quería preguntar la hora por temor a que le contestaran que quedaba mucho camino por recorrer antes de llegar a su nuevo hogar: Puerto Frío, un pueblo de pocos habitantes ubicado en el sur de Chile. Ahí, entre bosques y ríos, estaba la antigua casona de su abuela materna, Mercedes Plass. La última vez que la vi, debo haber tenido unos seis años. Me acuerdo que siempre llevaba consigo un poncho de lana café y unos aros color plata que se apretaban en sus orejas dejándolas rojas cuando llegaba el final del día y mientras servían el postre, se los sacaba frente a todos con una leve mueca de dolor para dejarlos luego encima de la gran mesa rectangular de madera que había en el comedor (ahora me pregunto si habrá sido verdaderamente enorme o si la habré visto más grande porque era una niña). Recuerdo también, que cuando hacía frío (lo cual era día por medio en el verano y todos los días en invierno) se paseaba por las piezas que estábamos ocupando para repartir tazones de leche con miel; yo tenía que ir a escondidas a dejarle el tazón a mi papá porque nunca me ha gustado la leche y quería demasiado a mi abuela como para decirle en la cara que me producía náuseas.
-- Ya no estás transpirando --le dijo con una sonrisa su hermana mayor. Marina se sorprendió al percatarse de que, en efecto, había logrado pensar en algo que no fuera el pánico que sentía arriba del avión-- Llevamos casi dos horas viajando, ya no debe quedar mucho, así que paciencia y tranquila.
-- Mmm...… gracias -respondió incómoda, la verdad es que no tenía ni la más remota intención de saber cuánta tortura le quedaba por vivir, pero tampoco quería decirle eso a Marisa-- no te preocupes tanto, ya estoy más relajada --le dijo contenta por no hacerla sentir mal, y feliz de ver que en realidad era cierto que los recuerdos de su infancia la habían calmado.
-- Sí, se te nota. ¿Pensabas en la abuela, no? --Marisa siempre había tenido la capacidad de ver a través de las personas. La mayoría de las veces no necesitaba hablar mucho con Marina ya que sabía de antemano lo que deseaba o le sucedía, por lo que se remitía a abrazarla o a dejarla sola según fuera oportuno. Ahora, sin embargo, sabía que hablándole la mantenía distraída de las horas restantes arriba del avión.
-- Me estaba acordando de su leche con miel.
-- La que nunca probaste --respondió Marisa con una sonrisa de complicidad y las dos rieron luego de una semana de completa tristeza-- ¿Te acordaste de su chal también, no es cierto?
-- Sí, era tan peludo y café, nunca se lo sacaba, ni para dormir. Me daría mucha risa llegar y verla con él… o tal vez miedo, han pasado más de diez años.
-- Va a estar todo bien, la abuela siempre fue buena con nosotras, no deberíamos tener problemas con ella, mucho menos ahora --las palabras de Marisa le recordaron los últimos días vividos: el vacío, la pena y la incertidumbre.
-- Además, Puerto Frío es bonito --dijo Marina, tratando de convencerse de que estaban haciendo lo correcto
-- ¿Te acuerdas de Puerto Frío? Eras muy chica la última vez que fuimos.
-- Tenía cinco años. No recuerdo detalles pero sí sensaciones, o lugares y cosas generales como esos árboles inmensos y preciosos que estaban por todos lados, espero que no los hayan cortado y que no sea una ciudad enorme ahora.
-- No lo creo, esa es una de las gracias de Puerto Frío y sus habitantes lo saben y defienden. Vamos a recorrer el lugar cuando lleguemos, así recordarás cómo era todo --Marina no pudo evitar alejarse de la sonrisa que antes le cubría el rostro: por el momento, no tenía ganas de recordar su pasado. No quería pensar, ni respirar, sólo quería estar quieta en el espacio y quedarse ahí sin tener que hacer algo-- O podemos hacer nada --se retractó su hermana quedando en silencio. Una vez más, sabía que era lo adecuado.
Ninguna de las dos volvió a hablar por un buen rato. Marina pensó lo distinto que habría sido el viaje si nada hubiera pasado, aunque probablemente de no haber sucedido no estaría arriba de ese avión. Estaría en Santiago, en clases de matemáticas con el profesor Ortúzar que nunca la dejaba estar más de media hora dentro de la sala de clases. ¡¡Usted es muy gritona!!, le gritaba echándola al pasillo. Después de todo, de repente no es tan malo el repentino cambio de vida, se dijo a sí misma. Podría dejar atrás el timbre de la alumna que llegaba tarde y no hacía las tareas, de la niña olvidadiza que se quedaba dormida y que la echaban por comer. Podría adquirir el nuevo hábito de levantarse temprano y estudiar, nada mal para alguien que está a punto de salir del colegio.
-- Ahora que tendré una pieza para mi sola --le dijo a Marisa-- me compraré un escritorio. Uno grande, espacioso. Y estará siempre ordenado. Me levantaré a la hora y haré todos los trabajos. Cuando llegue a Puerto Frío, cambiaré.
-- Ya era hora --dijo una voz somnolienta desde el asiento trasero. Dos brazos se estiraron y un largo bostezo inundó el ambiente: Manuela, una de las hermanas del medio, había despertado. A su lado seguía durmiendo Matilde, la tercera hija de la familia Azancot y la más extrovertida de todas. Los ojos verdes de la primera se asomaron entre la ranura de los asientos de adelante donde estaban sentadas sus hermanas--¿Cómo están? Me imagino que Marina no ha parado de sufrir-- dijo mirando a Marisa.
-- Ya está mejor.
-- Qué bueno, porque ya está grande y no puede seguir teniéndole miedo a los aviones
-- No tiene nada que ver una cosa con la otra, tú que estás a punto de egresar de psicología deberías saberlo mejor que nosotras --le respondió Marisa con el ceño fruncido-- Cuando uno tiene miedos los otros deben comprenderlos y no hacerlos sentir mal por ellos. Además, ya tiene suficiente con estar arriba del avión como para tener que escuchar tus sermones.
-- Lo que pasa es que tú y Matilde la siguen viendo como una niña de dos años, la protegen demasiado. Déjame decirte que con eso no sacarán nada.
-- Ya basta --dijo severa Marisa.
Manuela tenía veintidós años, tres menos que Marisa y dos más que Matilde. Era, sin lugar a dudas, la más introvertida y seria de las cuatro; rara vez hablaba más de la cuenta por lo que nunca se sabía muy bien qué estaba haciendo o qué pensaba y casi siempre pasaba largas horas encerrada en su pieza leyendo. Tenía una biblioteca enorme en Santiago, donde un gran estante de color negro cubría una pared completa. Cuando estaba por cumplir quince años -y ante la completa negación de hacer una fiesta como era habitual entre las niñas de su edad- su padre decidió darle en el gusto y construirle el mueble con el que siempre había soñado. Una vez terminado, le vendó los ojos y lentamente la llevó junto con el resto de la familia a su pieza: ahí, en una de las paredes, se encontraba un gran armazón negro que iba de lado a lado, y en la primera corrida de tablas horizontales, estaban distribuidos por orden alfabético la colección completa de los trágicos griegos.
-- El mueble es mío, pero los libros fueron idea de tu mamá --le dijo orgulloso su padre. Con ella comenzó a llenar el estante que a esas alturas ya debía de estar fijo en una de las habitaciones de la casona en Puerto Frío, donde probablemente no alcanzaría a llegar ni a la mitad de la muralla. Tenía un poco de ansiedad al no saber en qué circunstancias exactas habían sido trasladado éste y los libros, por lo que su mal genio usual se acrecentaba conforme pasaba el tiempo.
-- ¿Cuánto llevamos arriba del avión?
-- ¿No puedes preguntar cuánto llevamos de viaje? --le dijo con fastidio Marisa al ver que su hermana menor se retorcía en el asiento que daba al pasillo.
-- No pueden ser tan exageradas.
-- Tu estante debe estar hecho añicos, generalmente no cuidan las cosas en las mudanzas.
-- ¡¿Qué?! --Manuela gritó desesperada y la mitad de la cabina se dio vuelta para observar, sonrojada, bajó el tono-- ¿Es verdad lo que estás diciendo?
-- No, pero es lo mismo que le pasa a Marina si le recuerdas que está arriba de un avión cada cinco minutos.
-- No importa --intervino la aludida, cansada de que hablaran de ella como si no estuviera presente-- ya no queda mucho.
-- ¿Ves? --dijo Manuela mirando a su hermana mayor y luego a Marina-- te felicito, estás creciendo.
-- Gracias, supongo. ¿Y qué pasa con Matilde?
-- Después de la fiesta que tuvo ayer y considerando que llegó directamente al aeropuerto, no veo el motivo de tu pregunta, y tampoco sé cómo es que aún no ha ido al baño.
-- Yo no sé cómo tuvo fuerzas y ganas para salir a bailar --dijo Marina con cara de duda.
-- No las tiene, es su forma de enfrentar las cosas --respondió Marisa dándose vuelta y observando preocupada cómo dormía su hermana.
A diferencia de las demás, Matilde parecía no tener ataduras con nadie. A sus veinte años, se definía a sí misma como un espíritu libre que nunca podría ser encerrado. Era espontánea y alegre, por lo que rara vez tenía inconvenientes con alguien y en el caso de que los tuviera, se enfrentaba a ellos justificando que el conflicto no era suyo porque ella simplemente no se hacía problemas con nada. Más de una vez, esto le llevó a interminables discusiones con Manuela, quien en una ocasión, luego de que Matilde le dijera que era una amargada come libros, le arrojó un manual sobre Trastornos de la Personalidad gritándole que se lo regalaba porque nadie lo necesitaría más que ella; la fotocopia pasó volando por encima de la cabeza y le llegó a su madre quien venía entrando a la habitación donde ellas estaban. Manuela tuvo que ir durante dos meses a terapia para tratar su ira, mientras Matilde estuvo el mismo tiempo sin fiestas y con mucha lectura.
-- Ya es el momento de que empiece a enfrentar las situaciones como debe ser, sobre todo ahora. Nada justifica que haya salido a bailar luego de la semana que tuvimos.
-- Manuela, creo que deberías dejar de juzgar a la gente, en especial si es tu familia. Ya verás que en unos días Matilde tomará conciencia de todo lo ocurrido.
-- Tu espíritu conciliador me está desagradando, hay cosas que deberían cambiar y no lo hacen, mientras otras deberían permanecer como están y tampoco lo hacen: eso es lo que nos pasa a nosotras en estos momentos y hay que hacer algo, porque de lo contrario, nos hundiremos.
-- ¿Y cuál es tu propuesta? --preguntó Marisa.
-- No la tengo, pero definitivamente no es actuar como tú lo haces.
-- Entiendo que estés triste por lo que pasó. Todas lo estamos. Pero eso no justifica que descargues tu rabia contra nosotras. Tranquilízate.
Manuela sabía que Marisa tenía la razón. No entendía muy bien qué había pasado, ni cómo. Le extrañaba la posición de sus padres y las diferentes decisiones que se habían tomado. Tampoco comprendía por qué debía dejar la ciudad donde había estado toda su vida para irse a un lugar alejado de la civilización, oculto entre bosques, ríos y lluvia para llegar a una casa con una señora que no veía hacía más de diez años si ya era mayor de edad y podía hacer lo que quisiera. No entendía, sobre todo, cómo Matilde con su consigna del espíritu libre se había dejado llevar por todos estos cabos sueltos y olor a duda. Quizás por eso mismo, por el misterio.
De súbito, el avión comenzó a moverse. Susana, la azafata que amablemente había hablado con Marina al abordar, anunció que estaban viviendo una leve turbulencia y que en consecuencia, era necesario ponerse de nuevo el cinturón de seguridad. Marina se tocó su abdomen corroborando que estuviera fija la cinta negra (la cual no había desabrochado desde el inicio del viaje), aunque sabía que de poco le serviría cuando el avión se cayera. No entendía por qué a esa mujer le gustaba minimizar todo, primero le había dicho que quedaba “poquito” para despegar y ahora que la turbulencia era “leve”, ¿En qué estaba pensando?. Quizás en ella, precisamente. Quizás se acordaba del miedo que había visto en su rostro al subir y por eso no quería decir lo que pasaba realmente. Quizás el piloto a fin de cuentas sí era un amateur y en poco tiempo el avión se estrellaría.
-- Marina, deja de especular --le dijo Marisa tomándole la mano mientras el avión se sacudía de arriba abajo y de un lado para otro-- Es normal que suceda esto, la mayoría de los vuelos tienen turbulencias --
-- Sí, y ninguno se cae --interrumpió Manuela desde atrás.
-- No puedo creer que la molestes en medio de una turbulencia --Matilde, quien estaba sentada junto a Manuela en el asiento que daba a la ventana, acababa de despertar debido a los bruscos movimientos--¿Puedes dejar de ser tan prepotente tan sólo por una vez en tu vida?
-- Ustedes son demasiado sensibles, no he dicho nada tan terrible que pueda afectarla.
-- Sí le afecta y lo sabes, lo que pasa es que te gusta molestar a las personas, vives de eso.
-- Te equivocas, tú vives siendo una molestia para las personas mientras yo tendré que vivir sanando a gente como tú --le respondió Manuela mirándola con aires de superioridad.
-- Deténganse --dijo Marina intentando concentrarse en lo que quería decirles y no en el sentido de supervivencia que ya comenzaba a inventar posibles soluciones en el caso de que el avión se fuera a pique-- no quiero que sigan hablando de mí como si no estuviera. Además, no he dicho nada sobre el miedo a volar, así que no hay nada que opinar al respecto.
Todas entendieron el esfuerzo que había hecho su hermana menor para decir algo coherente en un momento como ese y a pesar de que querían continuar con el tema, ninguna de ellas volvió a decir una sola palabra. Marisa continuó aferrándole la mano en señal de apoyo, mientras atrás de ellas todo era silencio. Parecía que los pasajeros se habían sumergido en un profundo sueño ya que nadie emitía un solo sonido, lo cual acrecentaba la sensación de terror que tenía Marina mientras el avión continuaba moviéndose violentamente. Y así como de modo repentino habían comenzado las turbulencias, de la misma forma se acabaron.
-- Se terminó, le recalcó Marisa soltando un poco la fuerza de su mano que apretaba la de Marina.
-- Sí --suspiró ella-- gracias. Se atrevió a observar los rostros que la rodeaban y por primera vez pudo ver que la mayoría de los pasajeros estaban tiesos y asustados al igual que ella. Incluso Marisa había palidecido ligeramente, lo que le indicaba que las turbulencias eran algo que se temía de forma generalizada y que quizás era un miedo fundado en motivos reales. Y rogó porque no hubiera otra hasta el final del viaje.
-- Según mis cálculos, debemos estar llegando --le dijo sonriendo Marisa.
-- ¿Si?, ojalá porque ya no aguanto más aquí encerrada, menos si el avión se mueve como antes y toda la gente pone cara de horror.
-- No habrá más turbulencias, te prometo que ya no queda mucho. Si me dejas abrir la persiana podré corroborarlo, yo me acuerdo de Puerto Frío.
-- Pero el aeropuerto queda lejos de ahí, no?
-- Un poco, pero creo que puedo reconocer el lugar --le respondió Marisa-- ¿Te importa si abro y miro hacia fuera? Podría pedirle a Matilde pero lo más seguro es que no sepa dónde estamos.
Marina se quedó pensativa unos segundos. Lo terrible de que abriera la persiana de plástico que cubría la ventana no era tanto el hecho de ver al avión suspendido en el aire, sino descubrir que Marisa no reconocía el terreno y que en consecuencia, debía continuar flotando sobre la nada. No obstante, sabía que su hermana tenía muchas ganas de ver hacia fuera y no quería privarla aún más de un deseo que probablemente había tenido desde el comienzo del viaje.
-- Hazlo, no importa.
El rostro de Marisa se iluminó como si fuera una niña y rápidamente corrió hacia arriba la cortinilla. Curiosamente para un 16 de Julio, el día estaba casi totalmente despejado; se podían distinguir un par de nubes entre las alas del avión, pero más abajo extensos bosques se desplegaban en cerros verdosos. En algunos sectores donde los grandes árboles se alejaban unos a otros, Marisa logró observar delgados hilos de agua que se deslizaban entre las lomas y a medida que el avión avanzaba, algunos de ellos se unían para desembocar finalmente en el mar.
Hemos llegado, dijo Marisa para sus adentros, dándose cuenta lo entusiasmada que estaba a pesar de todo, y luego repitió fuertemente para que sus hermanas pudieran escucharla:
-- ¡Llegamos!
-- ¿En serio? --preguntó sorprendida Matilde mientras miraba por su ventana-- Se me hizo muy corto el viaje.
-- Eso fue porque dormiste todo el camino --le dijo ofuscada Manuela y sin moverse de su asiento.
-- Sí, algo que tú deberías haber hecho, de pronto así te ponías más simpática --Matilde le hizo una mueca como si tuviera tres años y luego le habló a Marisa-- ¿Cómo sabes que ya estamos en Puerto Frío, no deberían avisar que llegamos?
-- Te aseguro que lo harán en unos minutos, no me cabe duda de que estamos aquí: el bosque, los ríos, la forma en que van a dar al mar --le respondió Marisa sonriendo-- recuerdo este lugar como si fuera ayer.. tantos recuerdos.
-- ¿Tantas veces los viste desde arriba?
-- No, no muchas, pero nunca se me olvidó. No podría olvidarlo. Hay algo de este lugar…
-- Sí, el frío mortal y el olor a pasto mojado durante todo el año.
-- ¡Manuela! --le gritaron las tres al unísono.
--Señores pasajeros, nos encontramos próximos a aterrizar en Puerto Frío, por favor abróchense los cinturones --se escuchó la voz de una azafata-- Hora de llegada, cuatro de la tarde con treinta y seis minutos. Temperatura ambiental, 15ºC
-- ¡Tenías razón! --le dijo aliviada Marina-- al fin llegamos. La piedra que había estado atascada en su pecho desde el inicio del viaje, comenzaba a desaparecer.
-- Así es. Y todo estará bien.
Sí, pensó Marina, a pesar de que llegara a un lugar que no visitaba hacía más de diez años y de que tuviera que vivir con una abuela de la cual tenía escasos recuerdos; a pesar de que toda su vida anterior se había desvanecido frente a sus ojos sin poder hacer nada, creyó que todo estaría bien. Incluso, a pesar de la muerte de sus padres.